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 martes 17 de junio de 2014

 

Derechos humanos: pocas razones para el optimismo

Foto: periodismohumano.com

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La literatura académica en la materia ha demostrado que los estados que tienen problemas importantes de derechos humanos y que son sometidos a presiones nacionales e internacionales suelen tomar acciones que sugieren o señalan un “compromiso con la norma”.

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En días recientes se cumplieron tres años de la aprobación de la reforma constitucional en materia de derechos humanos. Como resultado de ella, entre otras cosas, la Constitución contiene ahora el término “derechos humanos” (anteriormente se refería solamente a las “garantías individuales”), otorga la misma jerarquía a los derechos incluidos en los tratados internacionales ratificados por México que a aquellos establecidos en la propia Constitución, establece la interpretación conforme e introduce el principio pro persona. Además, plantea que“[t]odas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos”, y consagra la obligación del Estado de “prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos”.[1]

Las expectativas que generaron estas nuevas disposiciones constitucionales fueron grandes, particularmente entre una buena parte de la comunidad de defensores y promotores de derechos humanos del país, quienes suelen apostarle mucho a la “armonización legislativa” y en general a los cambios al marco jurídico. Sin embargo, en un país en que el Estado de Derecho es una aspiración, me parece que debemos ser más cautos y moderar lo que esperamos. La literatura académica en la materia ha demostrado que los estados que tienen problemas importantes de derechos humanos y que son sometidos a presiones nacionales e internacionales suelen tomar acciones que sugieren o señalan un “compromiso con la norma”, al mismo tiempo que continúan violando los derechos humanos más o menos de la misma manera que antes. En otras palabras, reforman sus constituciones y leyes, adquieren mayores compromisos con el régimen internacional de derechos humanos, crean o reforman instituciones y diseñan programas de políticas públicas, pero sin que realmente cambie gran cosa su comportamiento.[2]

Sin duda, todo este tipo de cambios al marco jurídico, institucional y de políticas públicas mejoran las oportunidades que tienen los actores nacionales e internacionales para promover la agenda de los derechos humanos en el país. Sin duda, un mejor marco de normas, instituciones y planes o programas (y en general un discurso favorable a los derechos humanos) ofrece mejores condiciones para el activismo, la movilización social y el litigio en materia de derechos humanos.[3] Pero este tipo de cambios no son una varita mágica ni una bala plateada; mucho menos como he dicho en un contexto como el mexicano en el que suele haber un abismo entre los derechos “en teoría” y los derechos “en la práctica”.

En efecto, no hay recetas infalibles ni fórmulas científicas para llegar fácil y rápidamente a un estado en el que todas las autoridades, en su quehacer cotidiano, promuevan, respeten, protejan y garanticen los derechos humanos. Más allá de la “voluntad política”, los problemas o los “cuellos de botella” son estructurales y muy diversos: sociales, políticos, económicos y de capacidad institucional. En lo que me resta de este comentario me quiero concentrar en un asunto concreto que puede ser uno de los más importantes en el desarrollo de la agenda de derechos humanos en México: la internalización de los principios y normas en la materia por parte de los agentes del estado. Mi argumento central, en este sentido, es que el fundamento necesario para que podamos llegar en México a un estado de cosas en que el comportamiento consistente con la norma sea la práctica habitual de (casi) todos los agentes del estado (casi) todo el tiempo es, precisamente, dicha internalización normativa.

El internalizar un principio o una norma (en cualquier área temática) tiene que ver con el adoptarlos como válidos y legítimos, y por lo tanto como propios, reconociendo sus méritos y su valor. En otras palabras, la internalización tiene que ver con la inclusión de principios y normas dentro de los elementos constitutivos de la identidad de un actor: de aquello que define “quién es”, “qué es lo que valora o aprecia” y por lo tanto “qué hace” o “cómo actúa” ante circunstancias concretas.

A pesar de que la inclusión de derechos civiles, políticos y sociales en nuestra Constitución tiene una larga historia, la identidad del Estado mexicano (reflejada en la práctica de sus oficiales o agentes) no ha sido la de uno que, en la práctica, tenga muy presente a los derechos humanos. Aun sin contar con datos empíricos sistemáticos (como una encuesta elaborada a una muestra significativa de autoridades o funcionarios), no parece descabellado suponer que sectores amplios (quizá mayoritarios) de funcionarios dentro de las agencias del Estado piensen que los derechos humanos son una mala idea, que son parte del problema, más que parte de la solución, a los problemas de gobierno que enfrenta el país; o en el mejor de los casos que son un fastidio, una molesta imposición.

El camino a la internalización de normas y principios es la “socialización” de los actores; en otras palabras, el enfrentarlos a un marco concreto (generalmente novedoso o desconocido) de principios y normas que definen los límites del comportamiento apropiado desde la perspectiva del colectivo o grupo social al que pertenecen. Más en concreto, la socialización se promueve mediante dos caminos: la presión y la argumentación. En otras palabras, “torciendo brazos” y persuadiendo o convenciendo mediante una discusión o un argumento.

Bajo ciertas circunstancias, la presión genera reacciones instrumentales de parte de los actores que son sujetos a ella; es decir, genera ajustes a su comportamiento basados en cálculos de costo-beneficio. La argumentación, por su parte, también bajo ciertas circunstancias, puede generar cambios más profundos. El resultado de un proceso exitoso de argumentación puede ser que el actor socializado cambie su comportamiento, no simplemente como resultado de un cálculo racional de costo-beneficio, sino al aceptar el valor o los méritos de los argumentos de sus críticos y los asuma como propios.

Para tener un proceso de socialización significativo en materia de derechos humanos se necesita entonces un entorno social que genere mucha presión y mucha argumentación. ¿Existen esas condiciones para el caso mexicano? ¿Está México inserto en un contexto social que genere mucha presión y mucha argumentación a favor de los derechos humanos?

La presión y la argumentación pueden venir “desde afuera” o “desde adentro”. En efecto, desde hace ya muchos años, México ha sido el blanco de distintos niveles de presión internacional y ha sido confrontado por sus críticos externos, generándose un más o menos intenso proceso de argumentación o debate.[4] Sin embargo, estas dinámicas internacionales tienen sus límites y no creo que tengamos motivos para suponer que se harán más intensas en el futuro próximo. En el nivel nacional, la presión y la argumentación también han sido y continúan siendo limitadas. Tristemente, no son demasiados los actores nacionales que (desde dentro y desde fuera de las instituciones del Estado) presionan y promueven procesos de argumentación alrededor de los derechos humanos. Por otro lado, es necesario tener en cuenta que hay actores sociales que (implícita o explícitamente) dudan o son abiertamente críticos de los derechos humanos; o que promueven otros objetivos sociales legítimos, como la seguridad o el crecimiento económico, sin tener en su repertorio de principios y normas a los derechos humanos. En este último sentido, al pensar en procesos de socialización en materia de derechos humanos debemos de tener en mente no solamente las dinámicas a favor de ella, sino también las dinámicas en su contra.

Fuente: animalpolitico.com

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