Opinión

 jueves 12 de agosto de 2021

 

La Tierra y las Mujeres, una relación sin Derechos

Foto: Adriana Camacho León

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El camino reivindicatorio por la igualdad de Derechos de las Mujeres, no frente a los hombres sino frente a la sociedad en general, más que un proceso de reconocimiento ha sido realmente uno de construcción.

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Esto es de una profundidad quizá inaparente, porque quiere decir que el problema de fondo no parte de la negación o desconocimiento tácito o explícito de una condición de dignidad e igualdad, sino de la inexistencia de cualquier condición paritaria; es decir, la absoluta imposibilidad de nuestra misma condición de humanas, de ser vistas como realidades históricamente relevantes, seres racionalmente pensantes y personas volitivamente sintientes. En otras palabras, ese camino de construcción que tantas mujeres hemos comenzado a caminar desde la propia vida, historia y contexto ha sido consciente o inconscientemente desandado por la humanidad tantas o más veces de las que nosotras y nosotros mismos lo hemos querido trazar, marcar y recorrer.

Pese a ello, es un trasegar complejo de altibajos, casi siempre con más bajos que altos, no se ha escapado al necesario proceso evolutivo de todo, y por lo mismo también ha arrojado muchos logros; quizá no tantos como quisiéramos, pero que quienes estamos convencidas del valor y sentido de los procesos, no podemos dejar de reconocer, realzar, analizar y fortalecer, independientemente de que aún no sea suficiente ni coherente con todos los esfuerzos realizados. Como mujer y líder que trabaja por esa igualdad veo cada paso que damos como un triunfo, un logro, un avance que le arrancamos a la historia a costa de “sangre, sudor y de lágrimas”, de trabajo a veces individual, a veces colectivo, de lucha constante y sin tregua, no escasa de tristezas y derrotas, pero también abundante en alegrías y triunfos.

Los frutos más importantes que se nos han ido dando están representados desde el siglo XX por la afirmación constante de igualdad desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y de los Pactos de Derechos Civiles y Políticos, y Económicos, Sociales y Culturales, por la creación dentro de la Organización de las Naciones Unidas de instancias propias dedicadas exclusivamente a trabajar por el fortalecimiento y expansivo reconocimiento de nuestros derechos, lo que de forma continuada hemos podido comprobar y reafirmar a través de las Conferencias de la Mujer (México, Copenhague, Nairobi, Beijing, Beijing+5, +10, +15, +20, +25).

Esa lucha por los derechos de las mujeres que busca un trato igualitario ante la ley ha ido obteniendo resultados: la universalización del derecho al voto, el reconocimiento de nuestra ciudadanía y capacidad civil plena y la incursión de las mujeres en espacios de exclusividad para los hombres; sin duda hemos ido alcanzando metas. Vale la pena particularmente hacer énfasis en el tema de la “mujer rural”, el que la ONU misma ha visto con atención ya desde México 75 y que no es posible entenderlo sin referirnos a la cuestión fundamental de la tenencia de la tierra.

En este sentido capítulo aparte merecen los Objetivos del Desarrollo Sostenible de la ONU (Agenda 2015-2030); no es accidental que el objetivo 5, “la igualdad entre los géneros”, sea visto no como un punto de llegada sino como un presupuesto para alcanzar todos los demás de una manera real e integral y que de manera explícita lo incorpore: “Aprobar y fortalecer políticas acertadas y leyes aplicables para promover la igualdad entre los géneros y el empoderamiento de las mujeres y las niñas a todos los niveles”. Y la cosa no se queda ahí: el objetivo 1, “Fin de la Pobreza” propone “… garantizar que todos los hombres y mujeres, en particular los pobres y los vulnerables, tengan los mismos derechos a… la propiedad y el control de las tierras…”; el objetivo 2, “Hambre Cero” busca “… duplicar la productividad agrícola y los ingresos de los productores de alimentos en pequeña escala, en particular las mujeres… mediante un acceso seguro y equitativo a las tierras, a otros recursos de producción e insumos, conocimientos, servicios financieros, mercados y oportunidades para la generación de valor añadido y empleos no agrícolas”; el objetivo 11, “Ciudades y comunidades sostenibles” espera “… mejorar la urbanización inclusiva y sostenible y la capacidad para una planificación y gestión de los asentamientos humanos participativos… proporcionar acceso universal a espacios verdes y públicos seguros, inclusivos y accesibles, en particular para las mujeres y los niños, las personas de edad y las personas con discapacidad”.

Es decir, los derechos de las mujeres, la igualdad entre géneros y la tenencia de tierras son un mismo lenguaje. Sin embargo, la verdad es que para las mujeres que viven en el mundo rural las metas normativas y formales alcanzadas no terminan y en muchos casos ni siquiera comienzan a convertirse en realidades sociales, palpables, tangibles, eficaces y/o exigibles. En palabras de Mauricio García Durán S.J., Director del CINEP “[l]a emancipación de las mujeres rurales requiere de la superación de las condiciones de exclusión social y discriminación que cotidianamente deben enfrentar, de la plena garantía de sus derechos humanos integrales y, sobre todo del gobierno y control del bien más importante y sobre el cual construyen y realizan sus proyectos de vida: la tierra”.

En este lenguaje y discurso dialéctico de cruce y confronte de objetivos y realidades, de expectativas, capacidades, necesidades y posibilidades, el problema del acceso a la tierra de las mujeres rurales demanda urgencia de medidas formales y materiales. Según cálculos, por lo menos 700 millones de personas padecen hambre hoy día, pero la ONU misma reconoce que “[s]i las mujeres agricultoras tuvieran el mismo acceso a los recursos que los hombres, la cantidad de personas que padecerían de hambre en el mundo se reduciría hasta en 150 millones”; es evidente la dependencia del desarrollo rural y la seguridad alimentaria del trabajo de la mujer rural; por lo tanto, no es permisible seguir entendiendo la propiedad y la tenencia de la tierra como un privilegio de pocos o como una condición amarrada a la riqueza, el poder y/o el patriarcado. “La tierra para quien la trabaja”, en el caso de las mujeres, es un grito por la libertad y la autodeterminación para las que con sus tareas diarias garantizan la alimentación de sus familias, sus comunidades, de sus poblaciones, regiones y países, pero que casi siempre no logran garantizar la propia y natural subsistencia.

Ya hemos dicho en otro lugar que para la sociedad actual ser mujer es un factor de discriminación, de exclusión; y ser mujer rural multiplica exponencialmente tal condición, la que se radicaliza aún más cuando esa persona, es también violentada, es oprimida y usada, y el pedazo de tierra en donde nace, crece, trabaja, vive y muere -que sería su posibilidad primera para empezar a construir una historia propia en la que sus sueños y decisiones lleguen a tener un valor más allá de lo puramente instrumental-, le es negado, le es arrancado, no es suyo y no está en los planes de nadie que llegue o vuelva a serlo.

Las condiciones de discriminación de nuestras mujeres rurales que se materializan en pobreza, analfabetismo, ignorancia, desconocimiento de derechos, no reconocimiento frente a la ley y/o invisibilidad por la sociedad no solo entorpecen, sino que además impiden que ellas alcancen los mínimos vitales, su derecho a decidir sobre sí mismas o sobre y dentro de su grupo familiar en donde también son “desaparecidas”; lo mismo sucede en el ámbito gubernamental. Su valor es reconocido quizá por el rol que puedan desempeñar como cuidadoras de la familia o del medio ambiente, como criadoras de los hijos o cuidadoras de miembros de la familia y/o comunidad, como conocedoras de la tierra y/o guardadoras de tradiciones, pero no por su humanidad misma ni por su dignidad intrínseca. Digámoslo más allá del dolor y la vergüenza: en nuestros territorios rurales la humanidad de la mujer oscila entre el entredicho y la absoluta negación.

Reconocíamos antes sobre este tema avances normativos y legales, su progreso y evolución; sin embargo, toda institución, toda normativa, necesita de un ambiente en donde ser aplicada, de un contexto en donde desarrollarse, de unos presupuestos en los que pueda sustentarse y desde donde pueda aplicarse; pero si no logramos garantizar el acceso de las mujeres a la tierra, si no podemos asegurar su tenencia por medios legales, jurídicos y materiales, el problema de las mujeres rurales sin tierra seguirá como constante.

Enfrentamos cuestiones estructurales para consolidar la tenencia de la tierra por parte de las mujeres: “desconocimiento normativo y legal; ausencia de normas nacionales que reconozcan los derechos especiales para las mujeres rurales; escasez de programas dirigidos exclusivamente a la mujer rural; barreras de orden cultural, social y económico para el acceso a la tierra por parte de las mujeres campesinas”.

La manera de derribar tan insalvables obstáculos sigue siendo la capacidad de organizarnos, de hacernos visibles, de solidarizarnos, de exigir y tomar medidas que nos garanticen el ejercicio de todos nuestros derechos y que, en la perspectiva de la mujer rural, den efectivo derecho a la tenencia, disposición y disfrute de la tierra y del territorio,
Quiero decir una cosa más: Siempre hemos justificado derecho a la tierra por parte de las mujeres rurales a partir de valores de altísimo calado como lo son la familia, el cuidado, la comunidad, el servicio, la seguridad alimentaria, la transmisión de principios, la conservación de la cultura y de conocimientos; sin embargo, hoy me pregunto como mujer si la legítima asignación, tenencia y/o pertenencia de la tierra por parte de los hombres está condicionada a alguna de estas cuestiones… ¿Nos preguntamos si la tierra de la que es propietario un hombre está al servicio de una familia, una comunidad o una cultura, y hacemos que esa legítima tenencia dependa de esa altruista actitud? ¿Por qué las mujeres al final siempre permitimos que el ejercicio de nuestros derechos esté condicionado a la realización de conductas que quizá no en todos los casos las queramos realizar?

Sabemos que la propiedad, incluso la privada, debe tener una vocación social; hemos afirmado que el disfrute de la tierra debe de estar atado al trabajo: “La tierra para la que la trabaja”. Sin embargo, creemos legítimo preguntar por qué no habría tierra para una mujer que no quiera establecer un núcleo familiar o ser cuidadora de un grupo humano en particular. Sé que estas reflexiones más crudas y menos románticas pueden desanimar a quien nos lee, pero creemos que son muy válidas en este camino de construcción de la igualdad de los derechos frente a los hombres y al ejercicio de la ciudadanía plena y la emancipación de las mujeres rurales cuyo objetivo vital no es sólo la contribución a la sociedad sino también su propia realización en dignidad en un camino de construcción de democracia y equidad también en el mundo rural.

Fuente: Adriana Camacho León

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