Boyacá

 domingo 11 de abril de 2021

 

'Ferrovidas': Viruta en el Recuerdo

Foto: Ferrovidas - Viruta en el Recuerdo

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Historias de vida en medio de los rieles y de los vagones en la Estación de Ferrocarril de Chiquinquirá.

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Antes de empezar a trabajar en la estación del tren de Chiquinquirá, mi situación económica era muy difícil. Con mi joven esposa montamos un pequeño taller de carpintería. Pese a la falta de trabajo lograba hacerme diariamente siete pesos, a veces más, en otras ocasiones menos y con esos ingresos teníamos que sostener a los tres hijos del matrimonio, mis siete hermanos y mi señor padre.

Mi madrecita había muerto y tras su partida, con mi padre muy enfermo, tuvimos que hacernos cargo de las dos familias. Un buen día pasó por el taller uno de los ingenieros del ferrocarril y me preguntó: -¿usted qué sabe hacer?- yo le respondí: de todo lo relacionado con la madera señor. Sé hacer tablados, sillas, mesas, ventanas, de todo-. Él me inquirió: -mañana pásese por la estación que estamos necesitando un carpintero, el que teníamos se murió-. Cuando llegué a la piecita donde vivíamos le dije a mi señora: -mañana tengo una entrevista de trabajo en la estación, están buscando un carpintero-

Al siguiente día cumplí la cita en la estación y me sorprendí al ver que otros carpinteros, quienes aspiraban al trabajo, habían traído las artesanías que ellos elaboraban. Yo no había llevado nada, mis manos estaban vacías y muy maltratadas por el arduo oficio. Tuve tiempo suficiente para pensar lo joven que era y todas las responsabilidades que tenía. Sabía perfectamente que ese trabajo tenía que ser mío. Desde la ventana del segundo piso alcanzaba a ver a mi esposa esperándome al otro lado, estaba acompañada de nuestros hijos, dos ya caminaban y el menor estaba de brazos.

Llegamos seis a la entrevista y, precisamente, fui el último. Entré acompañado de ilusiones, necesidad y mucha disposición para dar lo mejor de mí. El ingeniero me dijo: aquí no necesitamos artesanos, ¿usted quiere empezar a trabajar ya? Estaba tan emocionado que le estreché la mano y salí corriendo, luego me devolví y le di las gracias. Todo era perfecto, excepto el salario, ganaría solo cuatro pesos con ochenta y cuatro centavos diarios. Aunque era menos de lo que hacía en el taller, me servía porque era fijo. Emocionado le participé a la familia la noticia, mi esposa se persignó mientras de rodillas dijo: -gracias virgencita porque no me quedaste mal, madre del cielo bendita tú eres-.

Los siguientes días y durante un año, la situación fue difícil porque nadie me quería en ese lugar. Aquellos puestos eran políticos y yo era liberal, yo debía ser muy prudente y andarme con cuidado para no perder el trabajo. Con el pasar de los días me hicieron los exámenes correspondientes para firmar contrato. Me entristecí mucho al saber que no me podían hacer el documento porque yo tenía la sangre mala. Nunca supe lo que significaba 'tener la sangre mala' pero mi señora que era muy desconfiada me llevó a la capital a que me repitieran los exámenes allá. Todos quedamos muy sorprendidos porque de Chiquinquirá a Bogotá había sucedido un milagro: la sangre se curó. Fue así como en el año 1954 firmé contrato con los Ferrocarriles Nacionales de Colombia y entré a hacer parte de la nómina de esta prestigiosa empresa. Aunque el trabajo era muy agotador, porque tenía que asistir cualquier eventualidad desde La Caro hasta Barbosa, yo lo disfrutaba mucho.

La estación era el punto de encuentro de ricos y pobres, viejos y jóvenes, liberales y conservadores, en otras palabras, la variedad de lo que somos los chiquinquireños. Recuerdo claramente que una mañana cuando estaba arreglando las maderas para reparar el techo, vi a unos niños jugar en uno de los potreros del lado derecho de la carrilera. Un poco más acá de donde ahora montan el circo y que en otrora fuera el cargue y descargue de ganado y demás animales que se transportaban en el tren. Era usual ver pequeños corriendo por ahí. Eran las diez de la mañana y bajo el tímido sol que se escondía en el encapotado cielo, los pequeños corrían y gritaban felices de sentir la libertad del paso del tiempo. Pensaba que deberían estar en la escuela. Seguí trabajando.

Había un joven de unos catorce años, quizás él era el mayor porque los otros se veían de menor estatura. Me llamó la atención la velocidad con la que corrían y se perseguían entre ellos. Fue ahí cuando mi compañero me comentó que no le gustaba ver a los niños jugar cerca de la estación y comenzó a relatar historias de accidentes, de las cuales él había sido testigo. Siempre he sido muy respetuoso del don de la palabra y pese a que no compartía tanto pesimismo, debo jurar que me tenía fascinado con esas historias bañadas en sangre. Pensaba en el dolor que podría soportar alguien a quien el tren le pasó por encima y sentía pena por aquellos que, según mi compañero, habían quedado con vida.

En ese instante de entretenida conversación escuchamos sonar la campana del tren con un disparo. El vigilante de la estación empezó a gritar: -ladrones, ladrones, son ladrones- y disparó hacia la planicie donde jugaban los chicos. Como en cámara lenta, vimos el momento exacto en el que el vigilante de la estación con su escopeta de dotación le disparó al ladrón. Nosotros estábamos en medio de la víctima y su victimario, aturdidos por lo que estaba sucediendo frente a nuestros ojos, gritamos e hicimos señas para que no disparara por segunda vez y corrimos a auxiliar al herido. No era un vulgar ladrón, era uno de los juguetones y escandalosos chiquillos que corrían escondiéndose entre el pasto. Tan rápido como las piernas nos lo permitieron, corrimos y allí cerca del cuerpo paralizado, estaban dos jovencitos inmóviles, petrificados observando a su amigo.

Creo que todos morimos en ese instante. Josué, uno de los chicos, contemplaba el cuerpo inmóvil mientras decía: -Santiago levántese, no se muera, debe vivir para hacerle la casita a sus papás-. Un nudo se hizo en mi garganta y las lágrimas se echaron a correr tímidamente sobre mis mejillas. Juan, el otro joven, no hablaba solo sostenía una carabina. Esta es un arma de fuego parecida al fusil, pero de menor longitud. Josué no paraba de decir: -solo le disparamos a la campana del tren para que los pasajeros se asustaran y salieran corriendo, era solo una broma-. Los llantos y sollozos se convirtieron en el fondo musical de los sueños, viajes, promesas y juramentos que se hacen entre amigos.

El vigilante, había salido corriendo y con su escopeta lista, aclamaba justicia. A medida que avanzaba, su rostro le iba cambiando y tan pronto como ve que el presunto ladrón era un niño, se tomó la cabeza con sus manos y gritaba como si este fuera su hijo. Todos los trabajadores del tren sabíamos perfectamente que era un viudo cascarrabias, que se levantaba religiosamente a rezarle a la virgencita, pidiendo que se lo llevara pronto, pues no quería vivir sin su vieja. No sé cómo se sabía esto tan íntimo si desde la muerte de su esposa, había roto con sus amistades. No había quien pudiese recordar su tono de voz. Con prontitud una muchedumbre se acercó y con ella una mujer que lucía un vestido de flores y delantal blanco, se abrió paso entre la multitud y se arrojó sobre el cuerpo del niño. Gritaba diciendo: -Santiago, mijito levántese, mijito no puede estar muerto-. ¡Qué pesadilla, virgen santísima! Minutos después llegó el equipo de emergencias y socorrieron a aquella criaturita. Mi compañero me miró y dijo: -ve el porqué no me gusta que haya niños jugando por estos lados- Después de algunos días nos enteramos de que el chico no había muerto, pero que no volvería a caminar. Había quedado paralítico.

Salí corriendo hacia el campamento y tan pronto como llegué le di un beso a mi vieja. Entré a buscar a los niños, que para ese entonces ya eran ocho hijitos y venía otro en camino. Les di muchos besos y los abracé muy fuerte. No fue necesario que les contara lo acontecido, otras se me habían adelantado. Con mi compañero no volvimos a hablar de aquel accidente y cuando él empezaba a contar sus relatos trágicos, yo le pedía el favor de que cambiara de historia, porque tenía la impresión que en algún momento caería intempestivamente una locomotora sobre nosotros. Solía decirle que él llamaba la mala suerte con su voz, luego nos reíamos. En cuanto al vigilante, quien se declaraba muerto en vida desde la pérdida de su amada esposa, este infortunio lo sacudió y deseando un mejor vivir para los pocos años que le restaban de vida, dicen que estuvo de amores con una dama que, en el pasado lo había hecho muy feliz.

En este trabajo viví muchas cosas, aprendí otras, pero lo que más recuerdo es que junto a los rieles del tren crecieron mis hijos, los sueños y las posibilidades de salir adelante. El tren para mí es más que fuertes latas, largas carrileras, vagones llenos de pasajeros y humo en la mirada… para mí, el tren es historia. A decir verdad, yo estoy en este no lugar a donde venimos las almas una vez abandonamos el cuerpo y me gustaría seguir contándoles mi historia, pero mejor pregúntensela a mi esposa que ella aún está entre ustedes y tiene muy buena memoria.

Fuente: Ferrovidas

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