Cultura

 viernes 15 de septiembre de 2017

 

El enigma de los vikingos perdidos

Foto: Revista Muy Interesante

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En el siglo X, Erik el Rojo fundó dos poblados vikingos en Groenlandia que en el siglo XV desaparecieron sin dejar huella. ¿Por qué?

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Durante años, los historiadores se han preguntado por el destino de los descendientes de Erik el Rojo en Groenlandia. Este aventurero desterrado fue el primero en poner pie en la gran isla ártica hacia el año 982. Allí establecería, tras una segunda expedición con veinticinco barcos, dos asentamientos –Oriental y Occidental– que fueron la base de una permanencia larga y sólida de los vikingos.

Pero este pueblo capaz de viajar e instalarse en un territorio tan lejano y poco acogedor desapareció de repente de Groenlandia en el siglo XV. En 1406, se registraba el último contacto entre los habitantes nórdicos de la isla y su metrópolis europea, Noruega, por entonces unida a Dinamarca, que reconquistaría Groenlandia en el siglo XVIII. La colonia de habitantes vikingos, que llegó a contar con más de 3.000 habitantes en su pico demográfico, se esfumó cuando Europa se acercaba a la era de los descubrimientos sin que se sepa el motivo. Los vikingos groenlandeses, que se habían convertido al cristianismo e incluso tenían un obispado, abandonaron las casas y las iglesias. ¿Por qué?

Según la teoría dominante hasta hace poco entre los historiadores, los escandinavos habían emigrado a Groenlandia por las dificultades para disponer de tierras propias para la agricultura en sus lugares natales de Noruega e Islandia a causa del aumento de la población. Supuestamente, en su nuevo hogar del océano Ártico trabajaron primordialmente como campesinos. El conocido geógrafo y escritor Jared Diamond popularizó hace una década, en su superventas de tema ecológico Colapso, la teoría de que los métodos agrícolas llevados por los vikingos habrían acabado por erosionar de forma irreparable el territorio groenlandés, al pretender aplicar técnicas válidas en Escandinavia en una zona con condiciones climáticas muy distintas. En particular, los nuevos ocupantes habrían talado multitud de árboles para construir sus casas y abrir terreno de pasto a su ganadería.

De hecho, las crónicas de la época hablan de que cada familia poseía una o dos vacas, además de ovejas y cabras, cuyo elevado consumo de hierba y heno exigía contar con mucho terreno y hacía que al manto vegetal le costara renovarse de una temporada a otra en una región donde la primavera y el verano son cortos. La sobreexplotación humana, unida al progresivo descenso de las temperaturas, con inviernos más largos –como consecuencia de la llegada de la Pequeña Edad de Hielo (PEH), la etapa de enfriamiento global que empezó en el siglo XIV–, habrían impedido a la comunidad vikinga sobrevivir en Groenlandia hasta el punto de desaparecer súbitamente en el siglo XV.

Sin embargo, una corriente reciente de historiadores defiende otra idea: que los colonos vikingos y sus descendientes no se dedicaron a la agricultura y la ganadería, sino que fueron más bien cazadores. Su presa favorita eran las morsas, un animal cuyo hábitat se encuentra en las zonas costeras del océano Ártico. El marfil de sus largos colmillos –hasta 50 centímetros– resultaba muy valioso para producir objetos de lujo, joyas, artículos religiosos y elementos decorativos de calidad, muy demandados en los puertos europeos en los que comerciaban los vikingos.

Es sabido que los nórdicos fueron grandes artesanos del marfil, como demuestra el tesoro arqueológico conocido como el ajedrez de la isla de Lewis (en la foto), compuesto por 78 piezas y catorce tableros hallados en 1831 en esa ínsula del archipiélago escocés de las Hébridas. Las figuritas, que representan a guerreros noruegos de la época, fueron talladas en el siglo XII, cuando las Hébridas pertenecían a la corona de Noruega.

El marfil de morsa alcanzó por entonces un precio considerable. Según antiguos registros contables analizados por el historiador Christian Keller, de la Universidad de Oslo, un cargamento de colmillos groenlandeses de 802 kilos fue vendido en Bergen (Noruega) en 1327 por el equivalente a 780 vacas. Esta cifra superaba el tributo anual que pagaban los agricultores islandeses a la corona, cuyo valor se ha calculado en 317 bóvidos. Tan elevada cotización sí que podría ser un sólido elemento para justificar la colonización de Groenlandia, tal como escribe Keller en un artículo publicado en The Journal of North Atlantic: “Visto desde la óptica actual, la idea de abandonar Islandia para convertirse en granjero en Groenlandia en el año 1000 parece cosa de locos y también desafía completamente a la lógica: Islandia fue ocupada desde el 870, y difícilmente los islandeses habrían alcanzado un nivel de sobrepoblación y estrés demográfico en el año 1000. Más probablemente la colonización de Groenlandia habría obedecido a razones políticas y económicas”.

La búsqueda del preciado marfil había empezado ya antes: “Desde el año 800, los habitantes del norte de Noruega se habían expandido a Laponia y habían hecho viajes exploratorios al mar Blanco –un golfo del mar de Barents, en el océano Glacial Ártico, situado en el noroeste de Rusia– en busca de pieles y marfil de morsa. La colonización de Groenlandia y las exploraciones por la costa del Labrador y Terranova (en el actual Canadá) deben haber tenido propósitos similares: localizar materias primas valiosas para confeccionar artículos que pudieran ser exportados a los mercados europeos”, sostiene Keller. Hay que tener en cuenta también que, para cuando los vikingos de Groenlandia empezaron a cazar morsas, sus primos de Islandia ya casi habían acabado con la población autóctona de este mamífero.

Así, la historia del establecimiento nórdico en Groenlandia seguiría las pautas de la previa colonización de Islandia que habían acometido desde principios del siglo IX, prácticamente un siglo antes. Las recientes prospecciones arqueológicas demuestran el conocimiento y la técnica que los vikingos tenían, desde una época temprana, para trabajar el marfil. Si se extraían los colmillos a la morsa nada más matarla, era fácil que se rompieran o que se perdiera un trozo de la raíz, profundamente encajada en la mandíbula y sujeta por los tejidos blandos de la encía. En cambio, si se esperaba unas semanas, estos ya se habían descompuesto parcialmente y la extracción resultaba mucho más limpia y completa. Así, preservaban la pieza íntegra, lo que la hacía más valiosa.

Fuente: Revista Muy Interensante

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